"Mi trabajo no debería existir"
- Sandra Artuñedo
- 30 mar 2019
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 2 may 2019
La motivación la encontró en una serie de televisión. Siendo adolescente veía, a través de la pantalla, como aquella asistente social ayudaba a los demás. Aunque igual el destino también tuvo algo que ver: “Cuando hice las pruebas hasta me equivoqué marcando la carrera”, explica entre risas. “Escogí algo de prevención, no recuerdo ni el nombre, pero al final acabé en educación social”, añade mientras da un trago al Aquarius y analiza cada uno de los carteles de la curiosa cafetería del Clot con pinta americana.

“Siendo educadora social aprendo en la vida, es mi manera de estar”, afirma Patricia Peguero con
contundencia. “Creo que hago lo que me hubiera gustado a mi encontrar”, responde seria y con un ápice de nostalgia en la mirada de unos ojos que han visto mucho.
Patricia tuvo también una situación familiar, cuánto menos compleja. De joven: rebelde y callejera. Gente de diferentes “rollos”, diferentes formas de vivir. Muy alternativa. Todavía mantiene la esencia de aquella Patricia más alocada y guerrillera en su forma de hablar. “Que tengo prejuicios como todo el mundo no te voy a engañar, eh. Ni soy tan cuerda, ni tan neutra, pero ya no me sorprendo”, remata dejando claro que ella ya está de vuelta.
Patricia Peguero, educadora desde hace 15 años, actualmente trabaja en el CRAE María Assumpta (Badalona). El CRAE, Centro Residencial de Acción Educativa, tiene como objetivo que los “chavales”- como ella los nombra con cariño - tutelados por la Generalitat puedan hacer su vida. “Nosotros les acompañamos, sustituimos una unidad familiar y les educamos. Pero ellos se relacionan fuera del centro con total normalidad”.
— Once mil Menores Extranjeros No Acompañados en España. ¿Tenemos recursos para atender?— pregunto.
— No — responde.
“Tiene que haber más coherencia política y voluntad real de hacer un buen acompañamiento”, explica con el rostro serio, preocupada y las manos entrelazadas. “Un proyecto educativo no se puede crear de la noche a la mañana y una casa de colonias no es un centro, es un almacenaje de menores”, informa con dureza y quizá rabia en cada una de las sílabas que componen la palabra almacenaje. “La figura del educador no se respeta, contratan a personas sin diplomatura”, añade. “Sin ir más lejos, el otro día un compañero comentaba que en su centro los MENAS se veían obligados a pasar el día fuera, solo venían a dormir y a comer porque ni cabían”, denuncia. “La DGAIA debería tener un mayor control o como mínimo tener claro que está fallando en la gestión de estos centros privados” y con esto, sentencia.
Se trata de una realidad difícil. Cada vez son más los Menores Extranjeros No Acompañados que llegan a España en busca de una vida mejor. Un escenario donde dolor y miedo terminan por convertirse en los principales protagonistas.
“Es gente rota, que se juega la vida y viene aquí para buscar un presente. Cargados de ansiedad, trastornos alimentarios… Un educador social no puede abarcar todo esto si Justicia, Sanidad y Educación no van de la mano”. Sin embargo, también hay miedo por parte de los educadores: “Miedo a denunciar la falta de recursos. A DGAIA no le interesa. Si hablas, te echan y nadie quiere dar la cara en esas situaciones. Yo tampoco”, afirma. Porque a pesar de autodefinirse como “una tía muy echada para adelante” Patricia tiene familia: dos hijos. Y además, no es interina: “a mi me dejan de llamar de la bolsa y se acabó”.

— Se ha hablado mucho de agresiones a educadores, ¿las hay?
“En los centros se viven situaciones problemáticas pero con MENAS y no MENAS. Los educadores somos vulnerables”, explica mientras bebe. Se señalala cara. “Yo hace un mes que estoy de baja porque un chaval me rompió la nariz”. En poco tiempo ella deberá seguir educando a ese menor, a lo que añade: “Con los menores hay un limbo legal. Parece que hasta que no cumplen los dieciocho no pueden asumir la importancia de sus actos y eso no es un problema de la inmigración, es un problema de Justicia”. Levanta la mirada. “Estamos desempoderando a nuestros menores. Les estamos agilipollando”.
"Estoy de baja porque un chaval me rompió la nariz"
A pesar de su agresión —siendo muy justa— Patricia puntualiza: “Otra cosa es si todas las quejas son realmente por miedo o bien porque la gente es racista y se suma al carro. Y claro, se junta todo. Estamos en plena campaña electoral y eso se está utilizando”.
Es inevitable pensar en Abascal, Casado y Rivera. En VOX, PP y Ciudadanos. En todas las declaraciones racistas que exigen la devolución de los menores extranjeros. Al fin y al cabo, en la crecida de estos comportamientos xenófobos.
“El racismo se rompe con convivencia, no con ghettos. Con crear lazos, con que la gente se mezcle y sea capaz de romper sus miedos”, declara. ¿Por qué nos asusta un color de piel?, pregunto. “Miedo a lo desconocido”, responde. Y añade: “Hace treinta años no se veía un negro por la calle. Poco a poco las barreras se rompen. Caminando. No hacen falta guerras”. Patricia habla de normalidad como arma de combate. A lo que declara, “ Hay que romper prejuicios, seguramente yo también los tenga y el padre de mis hijos es senegalés y mis hijos son marrones”. ¿Han sufrido racismo? “Sí, ambos. Omar el mayor tenía 4 años cuando en el parque un niño le llamo negro. El contestó: No, me llamo Omar. Al pequeño, que tiene otro carácter, le pasó lo mismo. Le dijeron negro y el contestó: y tú hijo de puta. Cuatro años y respuestas muy diferentes”, cuenta con los ojos brillantes y una sonrisa en la cara, como si los tuviese delante justo en ese momento. “Tú solo puedes acompañarlos y hacerles ver lo bonitos que son”. “Sí que es cierto que cuando son pequeños tienen un conflicto con ellos mismos y su color de piel”, comenta. ¿Por qué? “Porque respecto a su grupo de iguales se ven diferentes y al principio les genera rechazo”.
Patricia está siempre rodeada de niños -sus hijos y los “como si lo fueran”- se encarga, cada día, cuál cirujano de operar a corazón abierto y sin bisturí y aún así “cura heridas, entiende, comprende y acompaña a niños y niñas con realidades complejas”.
“Me gusta mucho mi trabajo, pero me gustaría más que no tuviera que existir”. Afirma, con esperanza, y muy a sabiendas de que no lo dice por tener vacaciones.
Quizá algún día. Le da un último trago a la lata. Otra mirada al sofá con forma de coche y a los carteles que decoran el bar. Mira el reloj, las 12:15h. Se levanta con prisa “me marcho tengo hora con el terapeuta”. Alguien tiene que curar esa nariz.
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